DISCURSO DEL
SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA VIII ASAMBLEA GENERAL
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA
PARA LA VIDA
Miércoles 27 de febrero de
2002
1. Una vez más se renueva
nuestro encuentro, queridos e ilustres miembros de la Academia pontificia para
la vida, un encuentro que siempre constituye para mí motivo de alegría y de
esperanza.
Dirijo mi saludo con viva cordialidad a
cada uno personalmente. Doy las gracias, en particular, al presidente, profesor
Juan de Dios Vial Correa, por las amables palabras con las que ha querido
hacerse intérprete de vuestros sentimientos. Dirijo un saludo especial también
al vicepresidente, monseñor Elio Sgreccia, animador solícito de la actividad de
la Academia pontificia.
2. Estáis celebrando durante estos
días vuestra VIII asamblea general, y, con este fin, habéis acudido aquí en gran
número desde vuestros países respectivos, para afrontar una temática
fundamental en el ámbito de la reflexión más general sobre la dignidad de la
vida humana: "Naturaleza y dignidad de la persona humana como fundamento
del derecho a la vida. Los desafíos del contexto cultural
contemporáneo".
Habéis elegido tratar uno de los puntos
esenciales que constituyen el fundamento de toda reflexión ulterior, tanto de
tipo ético-aplicativo en el campo de la bioética como de tipo sociocultural para
la promoción de una nueva mentalidad en favor de la
vida.
Para muchos pensadores contemporáneos
los conceptos de "naturaleza" y de "ley natural" sólo se pueden aplicar al mundo
físico y biológico o, en cuanto expresión del orden del cosmos, a la
investigación científica y a la ecología. Por desgracia, desde esa
perspectiva resulta difícil captar el significado de la naturaleza
humana en sentido metafísico, así como el de ley natural en el orden
moral.
Ciertamente, la pérdida casi total del concepto de
creación, concepto que se puede referir a toda la realidad cósmica, pero que
reviste un significado particular en relación con el hombre, ha contribuido a
hacer más difícil ese paso hacia la profundidad de lo real. También ha influido en ello el debilitamiento de la
confianza en la razón, que caracteriza a gran parte de la filosofía
contemporánea, como afirmé en la encíclica Fides et ratio (cf. n.
61).
Por tanto, hace falta un renovado
esfuerzo cognoscitivo para volver a captar en sus raíces, y en todo su alcance,
el significado antropológico y ético de la ley natural y del relativo concepto
de derecho natural. En efecto, se trata de demostrar si es posible, y
cómo, "reconocer" los rasgos propios de todo ser humano, en términos de
naturaleza y dignidad, como fundamento del derecho a la vida, en sus múltiples
formulaciones históricas. Sólo sobre esta base es posible un verdadero diálogo y
una auténtica colaboración entre creyentes y no
creyentes.
3. La experiencia diaria muestra la
existencia de una realidad de fondo común a todos los seres humanos, gracias a
la cual pueden reconocerse como tales. Es necesario hacer referencia siempre a
"la naturaleza propia y originaria del hombre, a la naturaleza de la persona
humana, que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la
unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas
las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin"
(Veritatis splendor, 50; cf. también Gaudium et spes,
14).
Esta naturaleza peculiar funda los
derechos de todo individuo humano, que tiene dignidad de persona desde el
momento de su concepción. Esta dignidad objetiva, que tiene su origen en Dios
creador, se basa en la espiritualidad que es propia del alma, pero se extiende
también a su corporeidad, que es uno de sus componentes esenciales. Nadie puede
quitarla, más aún, todos la deben respetar en sí y en los demás. Es una dignidad
igual en todos, y permanece intacta en cada estadio de la vida humana
individual.
El reconocimiento de esta dignidad
natural es la base del orden social, como nos recuerda el concilio Vaticano
II: "Aunque existen diferencias justas entre los hombres, la igual
dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana
y más justa" (Gaudium et spes, 29).
La persona humana, con su razón, es
capaz de reconocer tanto esta dignidad profunda y objetiva de su ser como las
exigencias éticas que derivan de ella. En otras palabras, el hombre puede
leer en sí el valor y las exigencias morales de su dignidad. Y esta
lectura constituye un descubrimiento siempre perfectible, según las coordenadas
de la "historicidad" típicas del conocimiento
humano.
Es lo que afirmé en la encíclica
Veritatis splendor, a propósito de la ley moral natural, que, según las
palabras de santo Tomás de Aquino, "no es otra cosa que la luz de la
inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se
debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la
creación" (n. 40; cf. también Catecismo de la Iglesia católica, nn.
1954-1955).
4. Es importante ayudar a nuestros
contemporáneos a comprender el valor positivo y humanizador de la ley moral
natural, aclarando una serie de malentendidos e interpretaciones
falaces.
El primer equívoco que conviene eliminar
es "el presunto conflicto entre libertad y naturaleza", que "repercute también
sobre la interpretación de algunos aspectos específicos de la ley natural,
principalmente sobre su universalidad e inmutabilidad" (Veritatis
splendor, 51). En efecto, también la libertad pertenece a la naturaleza
racional del hombre, y puede y debe ser guiada por la razón: "Precisamente
gracias a esta verdad, la ley natural implica la universalidad. En cuanto
inscrita en la naturaleza racional de la persona, se impone a todo ser dotado de
razón y que vive en la historia" (ib.).
5. Otro punto que hace falta
aclarar es el presunto carácter estático y determinista atribuido a la
noción de ley moral natural, sugerido quizá por una analogía errónea con el
concepto de naturaleza propio de las realidades físicas. En verdad, el carácter
de universalidad y obligatoriedad moral estimula y urge el crecimiento de la
persona. "Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar
el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida,
mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social,
buscar la verdad, practicar el bien y contemplar la belleza" (ib.; cf.
santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 94, a. 2).
De
hecho, el magisterio de la Iglesia se refiere a la universalidad y al
carácter dinámico y perfectivo de la ley natural con relación a la
transmisión de la vida, tanto para mantener en el acto procreador la plenitud de
la unión esponsal como para conservar en el amor conyugal la apertura a la vida
(cf. Humanae vitae, 10; Donum vitae, II, 1-8). Análoga referencia
hace el Magisterio cuando se trata del respeto a la vida humana inocente:
aquí el pensamiento va al aborto, a la eutanasia y a la supresión y
experimentación que destruye los embriones y los fetos humanos (cf.
Evangelium vitae, 52-67).
6. La ley natural, en cuanto regula
las relaciones interhumanas, se califica como "derecho natural" y, como tal,
exige el respeto integral de la dignidad de cada persona en la búsqueda del bien
común. Una concepción auténtica del derecho natural, entendido como tutela de la
eminente e inalienable dignidad de todo ser humano, es garantía de igualdad y da
contenido verdadero a los "derechos del hombre", que constituyen el fundamento
de las Declaraciones internacionales.
En efecto, los derechos del hombre deben
referirse a lo que el hombre es por naturaleza y en virtud de su dignidad, y no
a las expresiones de opciones subjetivas propias de los que gozan del poder de
participar en la vida social o de los que obtienen el consenso de la mayoría. En
la encíclica Evangelium vitae denuncié el grave peligro de que esta falsa
interpretación de los derechos del hombre, como derechos de la subjetividad
individual o colectiva, separada de la referencia a la verdad de la naturaleza
humana, puede llevar también a los regímenes democráticos a transformarse en un
totalitarismo sustancial (cf. nn. 19-20).
En particular, entre los derechos
fundamentales del hombre, la Iglesia católica reivindica para todo ser humano el
derecho a la vida como derecho primario. Lo hace en nombre de la verdad
del hombre y en defensa de su libertad, que no puede subsistir sin el respeto a
la vida. La Iglesia afirma el derecho a la vida de todo ser humano inocente y en
todo momento de su existencia. La distinción que se sugiere a veces en algunos
documentos internacionales entre "ser humano" y "persona humana", para reconocer
luego el derecho a la vida y a la integridad física sólo a la persona ya nacida,
es una distinción artificial sin fundamento científico ni
filosófico: todo ser humano, desde su concepción y hasta su muerte
natural, posee el derecho inviolable a la vida y merece todo el respeto debido a
la persona humana (cf. Donum vitae, 1).
7. Queridos hermanos, como
conclusión, deseo estimular vuestra reflexión sobre la ley moral natural y sobre
el derecho natural, con el deseo de que brote de ella un nuevo y fuerte impulso
de instauración del verdadero bien del hombre y de un orden social justo y
pacífico. Volviendo siempre a las raíces profundas de la dignidad humana y de su
verdadero bien, y basándose en lo que existe de imperecedero y esencial en el
hombre, se puede entablar un diálogo fecundo con los hombres de cada
cultura, con vistas a una sociedad inspirada en los valores de la justicia y
la fraternidad.
Agradeciéndoos una vez más vuestra
colaboración, encomiendo las actividades de la Academia pontificia para la vida
a la Madre de Jesús, el Verbo hecho carne en su seno virginal, a fin de que os
acompañe en el compromiso que la Iglesia os ha confiado para la defensa y la
promoción del don de la vida y de la dignidad de todo ser
humano.
Con este deseo, os imparto a vosotros y
a vuestros seres queridos mi afectuosa bendición.